Consideró de sumo interés el presente artículo
¿De qué sirve el Estado de Derecho?
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Este post es reproducción, por su interés, del
que ha publicado nuestro colaborador Alvaro Delgado, en El Mundo Baleares, y
con su permiso. Muchas gracias. Aquí puede ver la publicación original.
VIENDO EL errático
comportamiento de mucha gente en relación con los turbulentos acontecimientos
que nos rodean, creo que no está de más refrescar algunos conceptos jurídicos
aplicables en general a la vida política y social, fundamentalmente qué significa
y qué consecuencias tiene para todos nosotros vivir en lo que llamamos un
Estado de Derecho. Ya publiqué hace unos meses en estas mismas páginas otro
artículo titulado ¿Es la Ley para los tontos?, en el que trataba de aclarar en
términos sencillos lo que significaban los conceptos «ley» y «democracia» desde
un punto de vista práctico, y creo que éste de hoy servirá, especialmente en
estos momentos, de perfecto complemento a lo explicado en su día.
Deben ustedes saber que en
las sociedades primitivas había muy pocas normas, y que las pocas que existían
no emanaban del intelecto sino del simple uso de la fuerza. El más fuerte, el
mejor armado, el más poderoso o el que más miedo infundía a quienes vivían a su
alrededor era el que imponía sus reglas, que dependían exclusivamente de su
voluntad. Los derechos de los más débiles ni existían ni eran reconocidos. El
modelo social estaba basado en dos conceptos muy básicos, el miedo y la
sumisión, siendo una traslación casi calcada del modelo de convivencia de los animales:
el más fuerte de la manada impone su ley a los demás.
Con el paso de los siglos,
los grupos humanos fueron perfeccionando sus formas de convivencia, apareciendo
en ellos incipientes hábitos y luego normas, en principio meramente orales. Las
reglas pasaron de estar basadas en la fuerza a ser creadas por la inteligencia,
alejando el funcionamiento de las colectividades humanas de las pautas del
mundo animal. Y, en un momento determinado, apareció la necesidad de escribir y
reunir esas normas de convivencia, para que así pudieran ser publicadas y
conocidas por todos sus integrantes. La primera compilación de normas conocida
de la historia -que se conserva en el Museo del Louvre de París- es el llamado
Código de Hammurabi, nombre del entonces Rey de Mesopotamia que lo elaboró
hacia el año 1750 antes de Cristo, constituyendo un conjunto elemental de leyes
sobre variadas materias (basado en la antigua ley del talión -ojo por ojo-,
pero que contenía una aplicación incipiente del principio de presunción de inocencia
y del derecho de todo acusado a aportar pruebas) que supuso la fundamental
transición de la mera costumbre o las reglas orales a las normas escritas y
reunidas en un código. Con el transcurso de los años, los códigos se fueron
perfeccionando hasta que las Revoluciones liberales -francesa y
norteamericana-, que por primera vez proclamaron Declaraciones de Derechos de
los Ciudadanos, pusieron los cimientos (después convenientemente elaborados por
filósofos y juristas de la escuela alemana como Kant, Ihering, Kelsen y
Savigny) de lo que hoy conocemos como Estado de Derecho.
Esta breve introducción
histórica viene a cuento de que todos ustedes puedan comprobar los siglos y
esfuerzos que ha costado al género humano tener unas normas escritas y
conocidas por todos para regular su funcionamiento como colectividad. Para que
algunos torpes contemporáneos, poco leídos y con escasas luces, lo desprecien
hoy en día como algo intrascendente o prescindible… El ilustre jurista español
Elías Díaz escribió en su emblemática obra Estado de Derecho y sociedad
democrática (1975) que «no todo Estado es Estado de Derecho», para aclararnos
que puede existir un Estado, que puede haber un Derecho (entendido como un
conjunto de normas jurídicas para regular la convivencia), pero que el
verdadero Estado de Derecho va más allá de ambos conceptos. Y nos detalló
cuáles eran sus cuatro características esenciales: imperio de la ley, división
de poderes, sujeción de la Administración a la ley y al control judicial, y
derechos y libertades fundamentales para los ciudadanos.
El Estado de Derecho es,
entonces, una creación intelectual del género humano, tal vez la más importante
de la historia, cuya esencia es proteger al ciudadano del mismo poder que dicta
las Leyes, evitando así sus posibles abusos. Si aún no tienen claro para qué
sirve, les voy a poner un ejemplo muy gráfico de su utilidad, recién sacado de
twitter. El político vasco Arnaldo Otegi escribió el 9 de septiembre de 2017 en
dicha red social el siguiente tuit: «La democracia consiste en respetar lo que
decide la gente. Después vienen las leyes». Un avispado tuitero, Philmore A.
Mellows, le respondió al día siguiente: «No. Si fuera por respetar lo que
decide la gente a ti te habrían cortado los h… Lo que te ha salvado han sido
precisamente las leyes». He aquí una demostración popular -ciertamente vulgar
pero muy esclarecedora- de lo que significa en la práctica vivir en un Estado
de Derecho.
Dicho todo ello, resulta
evidente que en España tenemos graves problemas con nuestro Estado de Derecho:
que la Administración funciona de una manera mejorable, que existe corrupción,
que los órganos de gobierno de jueces y fiscales -e incluso los miembros del
Tribunal Constitucional- son elegidos políticamente y que no hay la suficiente
separación de poderes. Pero la solución a esos problemas no es dinamitarlo todo
por las bravas, haciendo lo que a un grupo de gente le dé la gana y dictando
normas inconstitucionales -lo cual es evidente para todo el mundo-, sino todo
lo contrario, que es reforzarlo y consolidarlo aún más. Así se impedirá que un
político se salte los diques de contención legales, porque entonces sería
admisible que cualquier otro político de ideología completamente contraria se
los saltará también. O que cualquier ciudadano que considere que una ley no le
favorece no la quiera cumplir. ¿Con qué criterio un gobernante que se salta la
Ley puede exigir a sus ciudadanos que la cumplan? ¿Dónde está el límite de lo
que un grupo pequeño puede decidir por sí sólo respecto de otro mayor? ¿Puedo
yo decidir por mí mismo que mi piso, el 3ºB, se separe de mi comunidad de
vecinos con la que comparte luz, agua, ascensor, fachadas, techo y pilares, y
forme un inmueble totalmente independiente?
Utilizar el nacionalismo
como pretexto para atentar contra nuestro Estado de Derecho es realmente un
atentado contra todos nosotros. Contra el sistema que tantos siglos nos ha
costado conseguir y contra los diques legales que nos protegen de la
arbitrariedad de los poderosos. El propio Estado de Derecho no es inamovible, y
proporciona los medios para defender cualquier idea y proponer las novedades
que se quieran introducir en nuestro sistema constitucional. Y quienes ahora
atentan contra él lo saben. Su problema es que respetando las normas sus
propuestas no triunfan. Por ello quieren cambiar el árbitro y el reglamento a
mitad del partido, apelando a los sentimientos, manipulados durante años, de
muchos ciudadanos ignorantes.
Dos ilustres catalanes
pusieron el dedo en la llaga en un reciente encuentro auspiciado por este mismo
periódico. Dijo Francesc de Carreras que «hay que hacer comprender a la gente
que esto de las identidades colectivas, como las naciones en sentido
identitario, es una manera de embaucar a los ciudadanos, de dividirlos para
dominarlos mejor», para añadir Josep Piqué que «ser nacionalista es afirmar lo
propio en contraposición a lo pretendidamente ajeno. Nada hay más
antiprogresista que el particularismo y el pretendido y ridículo supremacismo».
Les ruego queridos lectores, que sean cuales sean sus sentimientos, no se dejen
manipular. En este lamentable juego de tronos que estamos viviendo tenemos
muchos siglos que perder…